El solsticio de verano y la Noche de San Juan

El solsticio de verano y la Noche de San Juan
Javier Honorato
15, Septiembre 2020
cristianismo | celta | romana
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Llamamos solsticio de verano al día en el que el Sol se posiciona en el horizonte sobre su punto derecho más distal respecto de su recorrido. Su nombre deriva del latín solstitium (sol sistere, ‘sol quieto’) pues en los dos días siguientes, el movimiento del Sol es imperceptible para el ojo humano, simulando hallarse inmóvil en su cenit hasta la tercera jornada. En el hemisferio norte, el solsticio de verano se celebra entre el 20 y el 22 de junio, siendo el día con más horas de luz y menos de oscuridad.

Este excepcional fenómeno ya fue interpretado desde la Prehistoria y entre las culturas posteriores como un momento clave en la concepción cíclica del tiempo. A continuación, analizaremos su evolución histórica y simbólica en la zona europea.

Cuando el tiempo era cíclico.

Antes de la llegada del Cristianismo, la noción cíclica del tiempo era una constante en el pensamiento de todas las sociedades antiguas. Lejos de proyectar el paso de los días de forma lineal, las culturas paganas concebían el mundo como una progresión repetitiva de acontecimientos que volvían a actualizarse año tras año en un ciclo de eterno retorno.

La sucesión de nacimiento-muerte-resurrección, presente en todas las culturas agrícolas, tan sólo es una asimilación análoga del ciclo natural de las estaciones. El solsticio de invierno suponía la antesala al alargamiento de los días, el triunfo del Sol sobre la oscuridad. Por el contrario, el solsticio de verano iniciaba el acortamiento solar en favor de las horas de noche. El hombre prehistórico concebía el aumento y disminución de las horas de luz como una lucha permanente entre las fuerzas del bien y el mal. Así, el Sol era sinónimo de vida y fertilidad, ya que dotaba al hombre de abundancia agrícola y ganadera.

El culto al Sol y al fuego en la Europa prerromana.

Desde la Edad del Bronce, las comunidades prehistóricas de gran parte de Europa veneraban al Sol y lo representaban como una rueda radiada. Este era concebido como una diosa-madre fecundadora y portadora de vida. Estos pueblos también rendían culto al fuego por ser una réplica terrestre del astro rey. Los rituales solían demandar el sacrificio cruento como garantía de creación, sobre todo de caballos, animal asociado al culto solar.

En la Edad del Hierro, a las atribuciones ya nombradas se añadió la relación entre el Sol y la guerra. Representada montada a caballo y portando una rueda a modo de escudo, la divinidad solar combatía ahora contra las fuerzas de la oscuridad y el mal.

Las primeras Noches de Hogueras.

Dentro de este culto al Sol y al fuego, destaca la festividad celta de Beltane (‘buen fuego’), celebrada el 1 de mayo en honor a Apolo Belenus, dios solar de la luz y el fuego. Esta iniciaba la temporada del verano pastoral, momento en el que el ganado abandonaba la estabulación invernal y se dirigía a las tierras de pasto. Esa noche se encendían hogueras para dar al Sol, a modo de magia simpática, las fuerzas necesarias para madurar las cosechas y vencer a la oscuridad que vendría con el acortamiento de los días. El fuego actuaba como elemento fertilizador, purificador y adivinatorio. Con este fin, los druidas hacían pasar al ganado entre dos hogueras y las parejas saltaban sobre las llamas.

Sería fácil definir la Noche de San Juan como una cristianización de Beltane, pero las fechas no coinciden y además los celtas no celebraban los solsticios. Sin embargo, la variante romana de esta festividad sí parece ser una digna antecesora. Cada 23 de junio, los romanos pasaban la noche en vela encendiendo antorchas en las casas y hogueras por la ciudad para que la luz del Sol no decayese y las cosechas fuesen buenas. Así conmemoraban la figura del legendario rey Servio Tulio, engendrado en el fuego e inmune al mismo. Además, esa misma noche se celebraban las bodas de Júpiter y Juno, diosa de la maternidad que daba fortuna a quienes saltaban las hogueras un número impar de veces.

El simbolismo de ambos rituales parece derivar de una misma raíz que vincula el solsticio de verano con un momento de fertilidad y purificación en torno al fuego. Será esta base cultual la que adapte y cristianice la Iglesia bajo la figura de San Juan Bautista.

La cristianización solar de la Noche de San Juan.

Con la llegada del Cristianismo, los solsticios se empaparon de mitología bíblica. Por un lado, el nacimiento de Jesús se estableció el 25 de diciembre, haciéndolo coincidir con el Natalis Solis Invicti, festividad romana que celebraba el triunfo solar del solsticio de invierno. Por otro lado, el Evangelio de Lucas (Lc 1, 26) estableció que San Juan debía haber nacido el 24 de junio, seis meses antes que Jesús. Por proximidad, la Iglesia cristianizó las noches de hogueras paganas al afirmar que Zacarías, padre de San Juan, encendió una gran hoguera tras el nacimiento de su hijo para saltarla en señal de agradecimiento.

A pesar de su cristianización, la Noche de San Juan siempre ha tenido reminiscencias paganas. Todavía en la Alemania del siglo XIX, una gran rueda era cubierta de paja, prendida y lanzada ardiendo desde las montañas de Stromberg hasta el río Mosela. Si aquel símbolo solar llegaba al agua sin apagarse, las cosechas de vino serían buenas.

Una vez más, el Sol había hablado.

BIBLIOGRAFÍA:

BELMONTE AVILÉS, J. A., 1999. Las leyes del cielo. Astronomía y civilizaciones antiguas, Madrid.

ELIADE, M., 1971. El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición, Madrid.

ESCACENA CARRASCO, J. L., 2007. “El dios que resucita: claves de un mito en su primer viaje a Occidente”, Las culturas del POA y su expansión mediterránea, Zaragoza, pp. 615-651.

GREEN, M.J., 1995. Mitos celtas. El pasado legendario, Madrid.

 

Imagen: El Aquelarre. Francisco de Goya, Madrid (1797-1798)

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